lunes, 7 de mayo de 2012

El loco

  
    Nadie sabia de donde venía y tampoco hacia donde se dirigía, un día como otro cualquiera lo encontraron sentado en un banco de la plaza del pueblo con su traversa a un lado, un gesto de ausencia y la boca curvada en media sonrisa. 
Aunque fueron muchos los que se acercaron a hablarle, ya que en ese pequeño pueblo era raro que hubiese foráneos, ninguno logró enterarse de nada. 
Eso sí era muy educado, si le saludaban respondía siempre aunque con monosílabos. 
No lo veían comer, ni asearse, ni cumplir ninguna función, pero siempre tenia la misma sonrisa alumbrando su cara, donde solo se podía ver paz.
Al atardecer justo cuando el sol  empezaba a caer sobre los sembrados, el se llevaba la traversa a los labios y empezaba a entonar tristes melodías. A veces eran retazos de partituras de los grandes músicos, otras sencillas canciones infantiles, que lograban parar la algarabía de los niños que jugaban en la plaza y callarlos a todos en ronda a su alrededor. Cuando ya el pueblo se recogía en sus casas, la música se tornaba aletargadamente triste nuevamente, desapareciendo por momentos entre los leves ruidos que se escuchaban en la noche y que al cesar, dejaban nuevamente en evidencia los suaves acordes del desconocido.
Poco a poco su figura era un adorno mas de la plaza del pueblo, todos se habían acostumbrado a su presencia, a su mirada perdida, a sus labios entrecerrados, a su cuerpo delgado y sus ropas raídas, aunque siempre muy limpio, nunca manifestaba frío ni calor, ni emoción alguna que no fuera esa media sonrisa de su cara.
Hubo personas que decían que no conocía nuestra lengua, otros que era mudo, los mas, se limitaban a escuchar su música e irse a casa sin tan siquiera echar una monedas, ya que no eran requeridas de ninguna manera.
A medida que se acercaba el invierno eran muchos vecinos los que se planteaban que harían con el flautista misterioso, en aquella zona cuando apretaba el frío no podía estar nadie a la intemperie y menos tan poco abrigado como él se hallaba. Sin embargo esto no parecía preocupar al músico que continuaba enigmáticamente su vida de aquella manera.
Los vecinos decidieron en asamblea que irían a hablarle todos, si todos, menos los niños, ya que estos solo se limitaban a escuchar su música que de alguna manera los calmaba uniéndolos día a día en un festejo.
Al llegar a la plaza rodearon al susodicho en silencio y se sentaron. Uno empezó a contarle anécdotas sobre la ciudad, otro le decía lo frío que se pondría tras las inminentes nevadas, una gruesa señora le decía que ella podía colaborar dándole comida caliente a diario, inútilmente todos de una manera u otra le pedían que se quedara, pero cobijándose con algún vecino de la aldea, participando en la vida del pueblo y tocando su instrumento cuando el sol brillara. 
Uno a uno se retiraron en silencio, sabían que ,él, había escuchado todas las propuestas, pero sus oídos se marchaban sin llevarse ni una sola palabra del extranjero.
A la mañana siguiente, cuando el pueblo empezó a despertar  dirigiéndose cada uno, camino a sus tareas, empezaron nuevamente a amontonarse en la plaza rodeando el banco del flautista, unos a otros se empujaban para ver mejor, allí sobre el banco la flauta estaba abandonada sobre un paño rojo, una mano del músico estaba apoyada en el instrumento, estaba fría, muy fría, con esa sensación gélida que solo trasmiten las manos de los muertos, también una nota garrapateada de prisa, quizá dándose cuenta que ella se lo llevaba, lo acompañaba. 
Solo decía gracias, me habéis dado mas de lo que os pude dar, me voy en busca de otros lugares donde brille el sol a diario y donde pueda seguir interpretando mi música. 
Una vez mas gracias. Y firmaba: El loco. 

Alicia

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