miércoles, 19 de diciembre de 2012

Rayuela

Vertiginosamente pasaron los años, aún recuerdo cuando subía al altillo y me entretenía tardes enteras acomodando jabones. Quizá por esto siempre me gustaron los altillos exactamente como aquel, de madera lustrada con su escalera y pasamanos de igual material. Las horas se me escapaban colocándolos por tamaño, forma o color según la inspiración del día. A veces me cansaba y abandonaba la tarea dejando todo desordenado, el final siempre era el mismo una ducha a la que ya no hacía falta agregar jabón.
En ocasiones alguna amiga compartía mis juegos, ese día fue Clara quien me ayudo a pintar la rayuela con tizas de colores sobre las losetas del patio. Nos divertía ser capaces de llegar hasta el mismo cielo.
Por esa época mi imaginación despierta ya tejía historias que entretenían a mis oyentes, algunas veces eran de terror, claro del terror que se puede inventar con siete u ocho años, que eran los que yo tenía.
Si algo tiene de hermoso el país en que nací, Argentina, es que por lo menos en aquella época, pocos eran nativos del lugar por lo que la mezcla de etnias, nacionalidades y religiones eran moneda corriente.
Cada noche veía desde la terraza de mi casa, la casa de una familia árabe con sus largos pasillos iluminados terminando en arcadas al mejor estilo de la Alhambra.
Si en lugar de mirar al frente lo hacia hacia abajo, ya que vivía en un primer piso, veía el patio de la casa de mi amiga Angélica, sus padres de origen griego acostumbraban a dormir largas siestas en los tórridos veranos riojanos. Cuando el jolgorio de nuestros juegos los perturbaba salía el padre a regañarnos tal como Dios lo hecho al mundo.
En los bajos del piso había una joyería que pertenecía a un matrimonio mayor de origen suizo, que me adoptaron como nieta.
A pocos metros girando en la esquina vivía Clara sus padres nacidos en algún país del este de Europa que no recuerdo, eran judíos.
Formábamos una pandilla heterogénea que compartía diferentes creencias y costumbres, en los mas inocentes juegos.
Era Clara la que aquel día me había ayudado a dibujar la rayuela y compartía la tarde conmigo. Saltamos y saltamos: uno y dos, un pie y otro pie y ahora los dos.....
Promediando la tarde decidimos subir a la cocina en busca de agua, yo abría el paso ya que había oscurecido y la visión era reducida. Clara me seguía muy cerca y no con poco miedo de introducirse en la oscuridad de la casa.
Cuando estiré mi pequeña mano para pulsar el interruptor de la luz, pude vislumbrar unos ojos negros que me acechaban en la oscuridad ¿humanos? ¿animales? el alarido que salió de mi garganta fue inmediato y antecedió a la luz que ilumino la cocina descubriendo a la dueña de esos ojos. Antes de poder reaccionar ya mi amiga tan pequeña y frágil como yo, rodaba como una pelota hasta llegar al descansillo que detuvo su rodar.
Desde lo alto mi nana y yo, mirábamos a Clara sin reaccionar. La dueña de los misteriosos ojos era ella, mi nana, que solía refugiarse a pensar en la oscuridad.
Clara debió ser atendida por los médicos por contusiones múltiples. Nunca pude explicarme de que se avergonzaba mas mi madre al disculparse: si de tener una hija díscola,  de haberle conseguido una extraña nana o simplemente de despegar por algunos momentos sus ojos de nosotras, por tener que trabajar.

Alicia



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